LA DISPERSIÓN
La gente de mi generación se dispersa, en
exilio. Del ramo vivo de nuestra juventud no quedan más que dos o tres pétalos
empalidecidos. La muerte, la política, el matrimonio, los viajes, han ido
separándonos con silencio, cárceles, posesiones, océanos. Años atrás, al
comienzo, nos reuníamos en patios florecidos y charlábamos hasta el amanecer.
Recorríamos la ciudad a paso lento, de las calles iluminadas del centro al río
oscuro, al abrigo en el silencio de los barrios adormecidos, en las veredas
frescas de los cafés, bajo los paraísos de la casa natal. Fumábamos tranquilos
bajo la luna.
De esa vida pasada no nos quedan hoy
más que noticias o recuerdos. Pero todo eso no es nada, si se compara con lo
que le sucede a los que no se han separado. Entre ellos el exilio es más
grande. Cada uno ha ido hundiéndose en su propio mar de lava endurecida: y
cuando miman una conversación, nadie ignora que no se trata más que de ruidos,
sin música ni significación. Todo el mundo tiene los ojos vueltos hacia
adentro, pero esos ojos no miran más que un mar mineral, liso y grisáceo,
refractario a toda determinación. Y si, por casualidad, uno logra contemplar
sus pupilas, lo que sucede rara vez, alcanza a ver como el reflejo de un
desierto desde el cual el Sahara ha de tener sin duda los atributos de la
Tierra Prometida.
En La mayor, Centro Editor de América Latina, 1982.
Juan
José Saer (Serodino, Santa Fe, 28 de junio de 1937 - París, 11 de junio de 2005).
Foto: JJS, s/d.
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