LA MUJER QUE REZA
Como la monja del
poema de Vitier,
la mujer del
subterráneo
iba rezando el
rosario,
fija en su oración,
mientras la
ventanilla, a su espalda,
era un fondo
líquido y urgente.
Es seguro que
rezaba
por todos y por mi.
El rostro era
reconcentrado,
oscurecido por la
profundidad
de la intención
como el de un
jazzista.
El mentón contra el
pecho,
las manos hilando
sus cuentas,
el sabor secreto de
ciertas frases.
Yo esperaba que
abriese los ojos.
Su ímpetu la
llevaba
lejos de todo,
lejos de mi mirada
interrogativa.
Creí, durante un
rato,
que sus palabras
inaudibles
eran mi consuelo.
YO FUI SHAKESPEARE
Si estas
temblorosas manos hablaran
como alguna vez
hablaron para dar noticias
a los que
susurraban desde los asientos
tan apegados a su
mugre y a sus mendrugos
que el aliento
ganaba el escenario, ajo, cebollas,
vahos de animales
que respiran su agonía,
dirían que ya no
consiguen
sostener ni una
gardenia ni una mansa hormiga
delante de los ojos
para estudiar su cuerpo:
escuetas partes
anudadas y acción sin sosiego.
Y si sostuvieran
algún peso, por módico que fuera,
no sería para
levantar la pluma y firmar, de nuevo,
delante de los
usureros que me incriminaban
con los ojos, uno
enclenque, de cara plana,
sin gestos, como un
pupitre, y otro
seboso, comido de
viruela y voz de trueno,
con cincha de
caballo en el abdomen,
para convertirme en
el vicario de Shakespeare,
en el testaferro
que distraería al enemigo
cuando arreciaran
los reclamos, abandonado
a su suerte, como
los reos que se envían
a morir a las
Indias o tragados por el mar.
Firmé fingiendo que
era Shakespeare
y vestí sus ropas
que olían a hervor de coles
y lo espié cuando
urdía sus intrigas
sumando pagarés y
escondiendo monedas.
Fui Shakespeare
para los que no pisaban el teatro,
aquellos señores
golosos del infortunio ajeno,
los dueños del oro,
reptiles de la codicia,
los prestamistas, y
también fui Polonio,
Gertrudis, Oliver
Matatextos
y, mientras
Heminges estuvo enfermo,
fui Macduff y
Goneril.
Durante meses usé
una barba falsa,
tejida con pelo de
nutria, y un aro brilloso,
similar al de
Shakespeare aunque menos notorio.
Debía comparecer en
sitios prohibidos,
conducirme con
modales olvidados, dejar rastros
en rincones de mala
reputación
y, si me
importunaban acerca del estilo,
repetir que la
poesía debe causar perplejidad.
Mi naturaleza
sumisa me hizo pecador
de pecados
impropios y recibía mi paga:
un jornal de bufón
y algunas propinas
de impostor y de
mensajero.
Viví de favores
hasta hoy,
luego de que
Shakespeare se retirara
para morir en el
cottage de Will Underhill
que fue envenenado
por un hijo mezquino.
Los años me
amigaron con el hinojo,
las rosas y el
perdón.
Condell me hizo
posar para un grabador
luciendo la vieja
barba postiza
con el fin de
remedar a Shakespeare
en la portada del
libraco
que reuniría sus
libretos.
El impresor hizo
suprimir la barba
por indecorosa
y sólo preservó mi
bigote.
POEMA
De algún sitio
debo obtener el
poema,
allí donde se
esconda
estoy obligado a
extraerlo,
sucio de barro o
iluminado
por una palabra
enigmática,
detrás de un
concepto
o cautivo en una
historia,
en las páginas del
diccionario
u oculto en el
poema de otro.
Debo deducirlo
de una escena
pasajera
o de la terca
obsesión
que malgasta mis
días.
Debo atraparlo vivo
a riesgo de que se
desvanezca
en el aire.
Debo abandonarlo,
falsificado,
en esta página,
y recomenzar su
búsqueda.
Poemas
inéditos del libro “Tiempo y azar”. Capítulo “Transfiguraciones”. Selección de
textos: Jmp.
Daniel
Ponce (Buenos Aires, 1956).
Foto: Cecil A. Sarandon, Alemania, 1974.
Foto: Cecil A. Sarandon, Alemania, 1974.
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