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sábado, 17 de enero de 2015

Arnaldo Calveyra, El viaje largo presentido, larguísimo callado



               El viaje lo trajimos lo mejor que se pudo. De todas las mariposas de alfalfa que nos siguieron desde Mansilla, la última se rezagó en Desvío Clé. Nos acompañamos ese trecho, ella con el volar y yo con la mirada. Venía con las alas de amarillo adiós, y, de tanto agitarse contra el aire, ya no alegraba una mariposa sino que una fuente ardía. Y corrió todavía con las alas de echar el resto: una mirada también ardiendo paralela al no puedo más en el costado de tren que siguió.
     La gallina que me diste la compartí con Rosa, ella me dio budín. En tren es casi lo que andar en mancarrón.
     Los que tocaban guitarra cuando me despedías vinieron alegres hasta Buenos Aires.
     Casi a mediodía entró el guarda con paso de "aquí van a suceder cosas", y hubo que ocultar a cuanta cotorra o pollo vivo inocente de Dios se estaba alimentando.
     En el ferry fué tan lindo mirar el agua.
     ¿Y sabes?, no supe que estaba triste hasta que me pidieron que cantara.



              No te dije de la luna. La luna es lo más alto. Cuando la mirábamos, ¿por qué hacíamos retemblar el índice sobre el labio hasta provocar un beruberu de acompañarla? ¿Nos lo enseñaste tú o papá? ¿Y qué era su despabilarse en niño Jesús subido al burrito sobre esa lumbre de peligro? Dame esas noticias. Nos quedábamos hasta bien tarde en enero para mirar. Ahí la tengo en el patio ahora, es lo más alto. La dejé atada del pino, mi cometa plateada y mi compaña, y me entré luna arriba para que muchos niños.



               Me lavé la cara en la luna nueva.
     Toda en subida venía desde los eucaliptos, dejando su aseo al otoño sucio de quemarse. Y se le distrajo el iris en aquella subida con la luna hasta la casa una nochecita, y nos dimos vuelta para no dejarla demasiado atrás, mientras las niñas musitaban beruberu distraído con el labio. Cuando aún no acabábamos de atrasarnos oímos voces que se dirigían hacia nosotros. Cantaban. Eran los artistas del circo que todavía andaban a campo traviesa, ansiosos de más baile. Una armónica nos dijo que no tuviéramos miedo. La luna grande en medio, nos cruzamos mirándonos mirándonos.
     Las muchachas casaderas se reían detrás del camino Real masticando flores de leche y una lucecita respondía en el bajo la primavera.

Allá se ve una luz, dijo el avestruz.
Adonde, dijo el conde.
Allá en la loma, dijo la paloma.
En aquel rancho, dijo el carancho.
Habrá baile, dijo el fraile.
Habrá vino, dijo el zorrino.
Habrá caña, dijo la araña.

De: “Cartas para que la alegría” (escritos en 1957; cotejada con edición de 1959).



CARAS

     Está empezando a comprender.

     Lee y no lee, acaso los anteojos sean prestados.

     Es un niño. Esta mañana, jugando, se fue de boca.

     Va a bajar en la próxima estación, le parece que el viaje no fue viaje ni fue nada.

     Pestañas casi tristes.

     Lejos y cerca. Baila sentada. Puede, lo puede todo. “En el comienzo no era el amor y alguien intentó.”

     La alegría de ayer por la tarde está todavía intacta. Andará por ella toda la noche del viaje. No será viaje, será una carta.

     Se le murió el hijo no hace mucho. No entiende la muerte.

     Lo enterrarán con una lápida con las iniciales de otro.

     No comprendo esa cara.

     El equipaje es de lujo. Viudo de todo.

     Cara de “viajo en segunda pero no porque no pueda pagarme una primera, no había boletos de primera”.

     La boca es de alguien que no ha dudado nunca en una lengua extranjera.

     Se vistió hace años para este viaje. Ahora fuma para disimular.

     Primero, deja pasar los pueblos, luego abre una puerta en el pueblo transcurrido.

     Oye un grito, oye que viajamos.

     En este vagón lo llevan preso, inventa una escapatoria: “inocente, inocente”...

     ¿Por qué nos miramos?


YO MUERO TODAVÍA

     Te lo digo, te lo digo, tienes que creerlo, nos estamos volviendo esta cosa increíble que es el amor, un brazo es un abrazo, las es­trellas más se internan descalzando flores, tus enanos muertos que pisabas ayer tarde, el agua, las aguas aquellas que miramos con un oído atento hacia las caras, sin saberlo, sin saberlo.

     El viaje largo presentido, larguísimo callado, la casa por la copa de los álamos, el lado de sombra de tus ríos, la pandorga alta que­ridísima entregada con una mano, aquella palabra que llegó una tarde a pasar la vida con nosotros.

     Encendido por el viento, ningún manantial pisa la tierra, el amor había nomás que darlo todo, si no ¿quién habría de quedarse en casa cuando ya todos nos hayamos ido?, invierno de aquel año en que moríamos de niños, nada cesa pero el amor no cesa, ¡qué mineral, cuánta greda en un fantasma!

     Yo sé, tienes que creerlo, yo muero todavía, ya me animo al amor con los ojos abiertos, yo lindo todavía, alambrada mía, río de sonda que me paras en dos patas de conseja camino hacia tus bo­cas, dame de esas lámparas que pasan, de esas estelas que se apagan al hallarse, llévame para siempre conmigo fuera mío, no dejes que yo entre más en tantas casas sin hallarte, los mil dedos por noche de mis manos, laberinto que no extravías al que abre la boca sin su grito mudo, escucha, no escuches a las alas que no coinciden al cerrarse, nos estará, sí, ya gozando la inolvidable muerte.

De: “Iguana, Iguana”.

En: “Cartas para que la alegría / Iguana, iguana”,  Libros de Tierra Firme, 1988.
Arnaldo Calveyra (Mansilla, Entre Ríos, Argentina, 23 de febrero de 1929 - París, Francia, 16 de enero de 2015).

Foto: Arnaldo Calveyra y Julio Cortazar, París, 1963.

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