CURIYÚ
Se le cayó la cara en medio de la siesta;
fue vara, látigo, golpe; paliza aun en la distancia. En el telegrama las
palabras parecían jesucristos tatuados de seguir sangrando. Ansiando algo más
que silencio, empezó a huir enredada en la casa, por las ventanas que siempre
la miraron de una manera rara, todas con las bocas abiertas, cargadas de
sonidos de pájaros agitados. En su piel, ardían espacios reducidos. Más abajo, dos pechos y las restantes
estructuras, con esa delegación eterna de provincia, en su matorral de pelo
negro, lacio, que instintivo, la abrazó y la amarró al suelo.
–Vuelva–, decía abuela
Rosario– se va a casar. Entonces y hasta el final de sus días, entró en la
penumbra. Para después, se le secaron los ojos y sus formas de gato se llenaron
de requisitos silenciosos, en esa evidencia insólita de insectos en la
boca, sellándola como cuando llegó a Buenos Aires, con una flor que aunque
marchita por el largo viaje, era un manifiesto libertario prendido en el
cuerpo. Así la distinguió el patrón –de las otras chicas que venían a servir,
en casa de familia distinguidas– y allí la devolvió.
La estación Retiro,
llena de brumas, llena de llena, se movía como si no estuviera fija.
Ella era una losa negra, inmóvil, conmovida de cosas nuevas que empezaban
a morirse ahora, en ese cuerpecito perpetuo y disponible, tan obediente.
–Chau María– dijo el
señor ese; el ingeniero que alguna vez había solicitado al Escribidor de la
Estación de Villa Mercedes, una chica de buenos modales y que al menos supiera
leer y escribir.
– Chau María– y le
entregó cosas de comer y la entregó al tren en la puerta de sus costillas,
hacia ese olor de hembra sombría y la evidencia de que solo
tendría ejercicio de sexo con los bichos y la mirada atenta de los
cocodrilos.¿Dónde rueda la costurerita aquella que había aprendido a coser? Al olor del laurel; al transportador de caballos oscuros; a padre y
madre que solo hablaban con plantas imaginarias, en el gris emergido de la casa
aquella, pobre como los bichos de luz.
Balbuceante de
inmensidad, Juan la esperaba. Se lo presentaron y las dos familias
iban y venían y los hermanitos –vestidos por ella, con la plata que ella
mandaba– corrían, gritaban y gloriosos y temibles acabaron subiendo de un salto
a la higuera. Debajo de la parra fue la ceremonia.
Más próximo al humo
terrestre y después del largo viaje, donde quien sería madre, lloraba y lloraba
y lloró tanto que inundó las arterias y quedó nadando dentro de su mismo
cuerpo, como un increíble experimento, que incluían el cielo y la caída, entre
tanta agua voló de figura en figura, mientras sucedió el hecho, primero desde
el codo hasta el hombro y después por todo ese compuesto humano que sólo supo
que los árboles están fijos y que una flecha de metal, acabó hiriendo sus
pastos amarillos.
A los nueve meses y en
la tarde del verano de la crispación, nació la criatura. Bajo estrellas de
mármol, Juan –que ya era Teniente–, celebraba la espalda húmeda de la niña, el
siglo de adelante de la niña, las uñas de caricia de la niña. Bajo la luna, con asociaciones turbulentas, los Diablos relamiendo
indiaje, emergían sobre el Río Bermejo.
Nueve meses después se
estrelló su torre de perfume tan especial, cuando tan distraídamente, en
ese catrecito de cuero, que mucho hablaría después de la tormenta, se la
fue tragando Curiyú, tan enamorada de la niña, tan para su boca, desbocada
la boca de la boa esa, mientras la tragaba con amor y carne y por los nombres
de la piel, el cielo estaba en alguna parte, lejos de Ibarreta, sobre el lomo
de la tierra que temblaba, sin ninguna novedad y con esa máscara acosada que
llamaban cara.
De: "Agua
ardiente" 2013. Tomado de FB, al igual que la imagen de cabecera.
Zulma Liliana Sosa
(Formosa, 1946). Poeta.
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