Viajamos con Oropélida a Morteletes, ciudad a la que
nunca debiéramos haber venido. Las barrancas atesoran unos hoyos profundos y
delgados. Desde acá arriba diviso una ciénaga. Oropélida salta velozmente de
una hondonada a otra como un animal joven. Se ríe. Y desde adentro de algún
foso me dice: Quiero ser la madre-topo, quiero ser la madre-topo. Le digo: Salí
de ahí, mamá-Oropélida. Se ríe. Desentierra la mitad de la cabeza de un hoyo,
los ojos inmensos, se vuelve a esconder.
Me pregunto seriamente por qué habrá tomado esa actitud. Miro la ciénaga... el ventarrón me apalea y provoca una honda desolación. Bajo a caminar por la playa. El lodo me espanta. Un hombre rubio, de unos ojos celestes diabólicos, me alza en sus brazos. No dice nada. Y yo tampoco. Tiene el pelo descuidado y la cara poceada. Trota dentro de la ciénaga sin ninguna dificultad. Vamos y venimos. A pesar de esta corrida enloquecedora logro fijar la vista, allá en lo alto, en las barrancas.
Ella no sólo se mete en los baches naturales sino que los cava. Sale y entra erecta. Y se ramifica de color verde.
…
Una madrugada, mientras transitábamos una ruta cordobesa, Pupé y oropélida convocaron a un gran genio mono.
El genio era piadoso y se entretenía con nosotros. Blandía torpemente en el aire, con sus zarpas enmarañadas, el cochecito en el que íbamos.
Concedía
todo lo que le era pedido.
Aunque Pupé estaba realmente asustado, como es muy respetuoso, no decía nada y se le caían los párpados cuando el genio lo escudriñaba. En cambio oropélida no paraba de mendigar incluso en otros idiomas. Se había puesto un bonete y sus extremidades se enredaron con sus propias palabras, transfigurándose en una araña verde letal
pero graciosa.
Así proseguimos durante días en ese vaivén y yo no hacía más que vomitar.
Gracias al genio conseguimos disfrutar de un Citröen azul, uno rojo y uno amarillo.
Hasta que un día comenzó a llover y Oropélida a requerir en sueños, debajo de su baba transparente, autos y más autos.
El genio, que era alérgico y sensible, se deprimió y como ya no podía comprometerse salió galopando bajo la lluvia y en un arroyuelo cordobés se suicidó.
[...]
Allá están otra vez.
Los encuentro ahora en el Jardín de las Delicias.
Los ombligos de los tres están bien predispuestos para el relato.
El humo no es el de la vieja máquina fotográfica sino la huella de las bolas ardientes que como fardos pasaron al amanecer.
Muy temprano Pupé anheló que pisoteara la escarcha junto con él mientras su corazón caía levemente al pasto astillado como las ocho patas de una araña recién aplastada.
Pero no fue así.
No.
Ahora soy para Pupé y Oropélida un fantasma, una brisa que les rememora y los encuentra en esa mueca propia, incomprensible.
Soy fardo, bola ardiente, espejo y apagón.
Me pregunto seriamente por qué habrá tomado esa actitud. Miro la ciénaga... el ventarrón me apalea y provoca una honda desolación. Bajo a caminar por la playa. El lodo me espanta. Un hombre rubio, de unos ojos celestes diabólicos, me alza en sus brazos. No dice nada. Y yo tampoco. Tiene el pelo descuidado y la cara poceada. Trota dentro de la ciénaga sin ninguna dificultad. Vamos y venimos. A pesar de esta corrida enloquecedora logro fijar la vista, allá en lo alto, en las barrancas.
Ella no sólo se mete en los baches naturales sino que los cava. Sale y entra erecta. Y se ramifica de color verde.
…
Una madrugada, mientras transitábamos una ruta cordobesa, Pupé y oropélida convocaron a un gran genio mono.
El genio era piadoso y se entretenía con nosotros. Blandía torpemente en el aire, con sus zarpas enmarañadas, el cochecito en el que íbamos.
Concedía
todo lo que le era pedido.
Aunque Pupé estaba realmente asustado, como es muy respetuoso, no decía nada y se le caían los párpados cuando el genio lo escudriñaba. En cambio oropélida no paraba de mendigar incluso en otros idiomas. Se había puesto un bonete y sus extremidades se enredaron con sus propias palabras, transfigurándose en una araña verde letal
pero graciosa.
Así proseguimos durante días en ese vaivén y yo no hacía más que vomitar.
Gracias al genio conseguimos disfrutar de un Citröen azul, uno rojo y uno amarillo.
Hasta que un día comenzó a llover y Oropélida a requerir en sueños, debajo de su baba transparente, autos y más autos.
El genio, que era alérgico y sensible, se deprimió y como ya no podía comprometerse salió galopando bajo la lluvia y en un arroyuelo cordobés se suicidó.
[...]
Allá están otra vez.
Los encuentro ahora en el Jardín de las Delicias.
Los ombligos de los tres están bien predispuestos para el relato.
El humo no es el de la vieja máquina fotográfica sino la huella de las bolas ardientes que como fardos pasaron al amanecer.
Muy temprano Pupé anheló que pisoteara la escarcha junto con él mientras su corazón caía levemente al pasto astillado como las ocho patas de una araña recién aplastada.
Pero no fue así.
No.
Ahora soy para Pupé y Oropélida un fantasma, una brisa que les rememora y los encuentra en esa mueca propia, incomprensible.
Soy fardo, bola ardiente, espejo y apagón.
Selva Dipasquale (Buenos Aires, 1968),
en: La disipación,
Ediciones Recovecos, mayo de 2012.
Foto: Emiliano
Pérez Pena
Selección de textos: Valeria Cervero.
De casualidad encontré este posteo...
ResponderEliminargracias por la lectura y publicación,
un abrazo en la poesía, Selva
Beso grande, Selva!
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