NUNCA ES POSIBLE REGRESAR A
NADA
La última de sus visitas
había ocurrido quizá cuatro años atrás. Aunque para alguien como él, que había
pasado largos años encerrado, el tiempo era distinto -pesado, lento, denso y distinto-,
aun así recién ahora -que en verdad lo pensaba- sentía que había transcurrido,
desde entonces, mucho más que la mera suma de meses y de años. En aquel momento
le había vuelto a decir -lo quiso decir por última vez- que no volviera más;
que nada valía la pena, que él ya era otro y que ella también era y sería
distinta a medida que el tiempo pasaba.
Estaban esa mañana de un
domingo sentados frente a frente, aunque separados por la tela metálica y la
discretamente alerta mirada de los guardianes. Las pocas palabras que ambos se dijeron
fueron en voz baja, en un tono que pretendía ser objetivo y neutral, pero
cohibido por un sentimiento que tal vez simulaba o disfrazaba de indiferencia y
quedaba en algo semejante al vacío. En esa última visita había otras gentes, no
lejos, en la misma situación, que también hablaban con voz aplacada, aunque de
vez en cuando reían. Hacía calor, lo recordaba porque volvía a escuchar el
seco, amortiguado, suave golpe de las aspas de los grandes ventiladores que pendían
del techo de aquella sala de recibo en el penal. Luego sonó un timbre y él se levantó.
"Es el primero", dijo ella. Y él dijo que sí, que era el primero
-faltaban dos más-, pero que era mejor así y que era inútil esperar los otros
dos. Ya estaba de pie cuando lo dijo. Ahora recordaba la clara mirada de sus
ojos, velados por la desdicha.
Ella después escribió tres o
cuatro cartas, que le entregaron abiertas, como siempre, y que sin leerlas
rompió y echó a la basura.
Después, empleando varios
sistemas impuestos por la voluntad y la disciplina, la expulsó de sus
recuerdos. Y, cuando al cabo de un largo y esforzado tiempo, cuando ya estaba
seguro de no tener nada ni a nadie, tuvo un sueño, y en el sueño la volvió a
ver, casi simultáneamente le notificaron que había sido indultado por el
gobernador. En el sueño estaba ella como la había conocido, su imagen, la
mirada de sus ojos, su indumentaria y su voz que le hablaba sin que sus labios
se movieran, como ocurre en los sueños; y ya no pudo apartarla de sí durante
los días y las noches, hasta que el pesado portal del cautiverio se abrió y él
estuvo luego de todos aquellos años en la calle. Era la víspera de Navidad.
A bordo del ómnibus que lo
llevaba al centro de la ciudad, iba redescubriendo el paisaje, que era el de
siempre; los edificios, algunos iguales a sí mismos y los automóviles tan
distintos, veloces y asombrosamente numerosos en comparación con los que hacía
mucho tiempo había dejado de ver. El sol se ponía. Nadie puede atrapar la
temblorosa belleza de un atardecer, pensó. Por la radio se escuchaban
villancicos una y otra vez.
Era ya de noche cuando cobró
el valor necesario y comenzó a caminar hacia la casa, en cuyo frente un
arbolito lucía adornos de luces encendidas; aquella misma casa adonde, casi al mismo
tiempo llegaba otro, que no era él, y con quien ella, que seguramente ya
esperaba en la puerta, estuvo largo momento abrazada, como si extrañamente
hubiese presentido alguna sombra ajena.
Después, definitivamente, los
arbustos de enfrente lo ocultaron.
En: “Cuentos completos”,
Alfaguara, 2006.
Héctor Tizón (21 de octubre
de 1929 en Rosario de la Frontera, Salta – Jujuy, 30 de julio de 2012).
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