EL CANTO ENCENDIDO
Si yo tuviera que hablar de “mi poesía”, si
tuviera que definir
a esta muchacha que circula a tientas entre la
vigilia y la memoria
y el sueño, dando tumbos sobre las cornisas
nocturnas,
en un venero de lámparas ciegas, creo que
debería inclinarme
por el espacio que reinó mi infancia y su
pájaro en alto.
Hablar de poesía, implica para mí
–necesariamente– descubrir
la tierra y el horizonte levemente cambiante;
cómo va jugando
a distintas horas del día el matiz de luz
sobre el cielo –ora
esplendoroso, ora parco, dominante siempre–.
Entonces “mi
poesía” está constantemente al acecho, para
que no escape el
canto primitivo de la cigarra sobre el
plátano, ni la torpeza
deambulante de las mariposas en el campo, ni
el fragor de las
trilladoras o el balar cansino de las ovejas y
el canto imitador
de la calandria.
Así las cosas me fueron ganando y la poesía
entró en mí como
la cosa más inocente y feliz. Y tal vez era
poeta cuando circulaba
entre el tedio de la siesta, bajo el ruido
ensordecedor de
las abejas y el vaho que desde el suelo iba
ganando la copa de
los árboles, el zumbido de las moscas sobre el
acre orín de los
caballos, los duraznos heridos por nuestra
avidez golosa y
hurtadora.
Esto también es la poesía –la humilde, la
tierna y otra vez
humilde poesía– que mis huesos sostiene y mis
años y la
soledad oscura que me acechó desde el camino.
La poesía, al menos, que mi canto busca y
enciende.
1980,
Otoño
En: “La memoria más antigua”, Editorial Ciudad
Gótica,
segunda edición (primera 1982), 2011.
Jorge Isaías, Los Quirquinchos, Sante fe,
1946.
Foto: detalle tapa, Jmp.
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