Cuartetas 18-27/57
La siesta es un arrullo cansado en esa fronda
donde otra vez aquieto mis tardes de luz viva.
Rosas proporcionadas al poder del verano,
convocando muchachas aclaran más el día.
Por los pueblos, abiertos en yuyales que apuran
la campaña y la noche, lentas almas rehacen
unos sabidos rumbos que igualan toda suerte.
Sólo cambian los cielos y unos crespos tapiales.
Calles de intimidad sin nadie, olvido y sol,
y siempre unas bandadas atristando el oeste,
y ese vals en retreta, pobre encanto en la noche:
nos busca su florido pesar, su voz nos quiere.
Cuando el aire se duerme, llega un rumor de juegos
del arrabal, o acaso de unos queridos años;
y claras van entre árboles despaciosas mujeres,
festejando colores, arreglando algún gajo.
Busca cielo y riberas el ocio del domingo.
Conozco esas mañanas populares y agrestes.
La soledad se aviva de remos, de agua en fiesta,
y, esperanzando mozas, se lucen los jinetes.
La flor de la glicina sobre quietas morochas
miré en las hondas quintas. Allí una luz incierta
reposa, y por sonoros maizales llega el viento
con el rumor quebrado de lejanas haciendas.
El ocaso desgana las voces, y algún hombre
queda en la brisa pura, bajo el cansado cielo.
La vida se apacigua contemplando la hora
distraída sobre aguas, sembrados y altos ceibos.
La tarde, ausencia y fuego, se pierde en los arroyos:
y allá están, los he visto, unos lacios juncales
que agravan de sombría delicia y de secreto
el verdor extendido, la dulzura incansable.
Estos serenos campos fueron selva y ternura
de cantos extrañados en los días sin hombres.
Después, las almas libres; me acuerdo que pasaban
con haciendas cerriles o ganaban los montes.
He vivido en las costas y anduve un año entre islas.
Las crecientes traían animales extraños
y la grata zozobra de escuchar agua brava
entre el clamor extremo de los campos ahogados.
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