por Fernando Alfón
Ayer asistí a un acto donde se guillotinó un libro. La cuchilla, por su peso, parecía haberse desplomado con el desinterés que le da la contundencia. Conservo un pedazo del libro ejecutado. Escribo este testimonio asaltado, aún, por la fascinación y el asombro. No recuerdo haber presenciado un acto público semejante. Sé que en la Argentina se quemaron libros y otros se enterraron, pero de eso ya hace tiempo. Sé de libros perdidos, y otros no leídos, que es una de las alternativas de la muerte. La guillotina es otra cosa: se trata de un símbolo. La muerte mera, sin más, parece menos definitiva que la muerte a guillotina. Como todo acto simbólico, pretende decirnos algo. ¿Qué fue lo que pretendió éste?
El hecho sucedió durante la presentación de la antología poética Si Hamlet duda, le daremos muerte. Todo lo que acompañó a la ceremonia: la discusión de los panelistas, la lectura de poemas, el brindis, estimo, fue menos relevante que la presencia de una guillotina en la sala, del porte de los más altos asistentes, e incluso más. Nótese que el libro también anuncia la pena capital, como amenaza.
¿A quién se había guillotinado? No voy a defraudar soslayando el nombre (Fabián Casas), porque las guillotinas demandan nombres propios. Son algo personales y es como si quisieran acabar con un nombre, más que con una vida. Pero me interesa más el guillotinador: Julián Axat, quien desde el panel aseguró tener otros candidatos más para el decapite. Ahora sí eludiré recordarlos, porque todos eran uno mismo: el padre, en un sentido muy acotado del término: el padre-autoridad.
He llegado así, al corazón del problema: los padres, cuando hablamos de literatura, se llaman «influencias», y algunos no pueden pensarlas sino bajo el signo del drama. Uno de los poetas que subió a recitar, el que más aprecio y que conlleva, también, un nombre propio: Pablo Ohde, aseveró: «cuando uno escribe está sólo». Inés Aprea, que lo sucedió, buscó refutarlo: «uno siempre está con otros». Julián Axat, que intuyó inmediatamente el horizonte filosófico del asunto ―y olió rápido la polémica― agregó que «uno siempre es un otro». Mire, estimado lector, al tremendo asunto que arribamos, luego de la guillotina: matar a un otro que nos constituye; matar al otro a partir del cual nos hemos inventado; matar, precisamente, a aquellos a partir de los cuales somos uno mismo.
He dicho que escribía este testimonio asaltado, aún, por la fascinación y el asombro, no ignoro que algo del orden de la infamia lo alienta, porque pretendo reconsiderar el valor del dueño de la guillotina. El decapitador no vive su oficio con la alegría irrestricta que se deduce, erróneamente, de la seguridad de sus actos. El verdadero decapitador, que comprende el entramado interno y último de las muertes que consuma, sabe que las cabezas que deja rodar, todas distintas, son siempre la misma; por eso se acaricia el cuello, luego de cada sentencia, como si supiera el lugar constante donde se desploma el filo.
La Plata, 5 de noviembre de 2010
Fernando Alfón nació en La Plata en 1975. Escritor.
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