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Andanzas y desventuras de un general de Napoleón: la novela que Alejandro Dumas jamás se animó a escribir
Por Luis Benítez
Si la vida de su genial hijo, Alejandro Dumas, fue decididamente novelesca, la del padre del escritor, el marqués Thomas Alexandre de la Pailleterie, general de la Francia napoléonica, no le fue en zaga. Por las serias desavenencias que tuvo con su padre, el señor de la Pailleterie, Thomas Alexandre abandonó el uso del noble apellido familiar y tomó el de su madre, la africana Dumas. Con el estallido de la Revolución Francesa, el mulato y aristócrata Dumas se incorporó al ejército y las abundantes revueltas y conflictos del nuevo régimen con las monarquías europeas y las facciones internas fueron terreno favorable para que adelantara en su carrera militar. Con la llegada al poder de Napoleón Bonaparte, las cualidades del moreno oficial Dumas, destacado por su valor en combate y sus notables capacidades como estratega no pasaron inadvertidas para el ojo avizor del Gran Corso, que sabía apreciarlas en su justa medida. En tiempos de guerra los ascensos en el ejército son rápidos y así el mulato Dumas se convirtió prontamente en el general Thomas Alexandre Dumas, uno de los más destacados del ejército imperial. Sin embargo, como muchos otros oficiales que habían adherido a la causa revolucionaria y luego la vieron diluirse entre las garras de la insaciable ambición de Bonaparte, Dumas iba a sufrir en carne propia las consecuencias de esta contradicción. Los cañones de Francia, en nombre de la Declaración de los Derechos del Hombre, atacaba a las monarquías europeas para imponerle a todo el Viejo Mundo un solo emperador. Y aun más: se comportaba con sus colonias heredadas de la monarquía derrocada de un modo tan opresor como ésta en el pasado.
Y el bravo general Dumas tenía vínculos muy estrechos con una de esas antiguas colonias, por ser el hijo rebelde y natural de un marqués, Antoine de la Pailleterie, y una esclava dominicana, Marie Céssette Dumas. Su infancia había trascurrido en la isla americana donde entonces flameaba la bandera tricolor en la misma plaza donde se había erigido un patíbulo para emplear adecuadamente otro de los aportes de la Junta Revolucionaria encabezada por Dantón y Robespierre: la guillotina.
Lejos de libertar a los esclavos que antes servían en los campos a los aristocráticos propietarios de ingenios de caña de azúcar, cafetales y plantaciones de tabaco (el más conspicuo de los cuales era el mismo padre de Alexandre, el ardiente marqués de la Pailleterie), el gobierno revolucionario lo que había hecho era traspasar bienes, propiedades y esclavos a sus nuevos dueños, cercanos todos ellos al poder que regía en París.
Para los haitianos, la llegada de la Revolución Francesa y la proclama de los derechos del hombre habían sido meras ilusiones de sacudirse las cadenas para siempre. Si los amos habían cambiado, la condición de los sometidos no. Medio millón de esclavos había en Haití, trabajando en 2.000 haciendas. La Revolución Francesa cerró los ojos, pero los africanos y sus descendientes los mantuvieron muy abiertos. Hartos ya de esperar una libertad que no venía, en agosto de 1791, sólo tres años después de la caída de la Bastilla, acaudillados por un sacerdote del vudú llamado Boukman, los esclavos haitianos se amotinaron. Incendiaron los cultivos de añil, café, cacao, tabaco, azúcar y algodón; asaltaron las casas patronales y pasaron a degüello a sus señores; violaron a las señoras y a sus hijas. La mayoría de los blancos de la isla murieron de un modo horrible. Aunque los propietarios tenían las armas de fuego y el control del pequeño destacamento local, y los esclavos atacaban armados sólo con cuchillos, instrumentos de labranza, palos y prácticamente todo lo que encontraban a mano, la diferencia numérica era tan abrumadora que los esclavos iban imponiéndose a pesar del crecido número de bajas que debían soportar.
Ante ello, los propietarios se organizaron, mientras los rebeldes comenzaron a dividirse en facciones y a pelear entre sí. Como resultado, finalmente los antiguos señores lograron imponerse y devolvieron golpe por golpe a los sublevados. Consiguieron ayuda del exterior y organizaron una formidable armada para reconquistar el poder en la isla. Entregado o no por los suyos, como cuenta la leyenda, finalmente capturaron al brujo Boukman y lo descuartizaron, exhibiendo su cabeza clavada en una lanza. Durante semanas, se aplicaron a torturar públicamente a los insurrectos capturados, decapitándolos y enviando los cráneos a distintos sectores de la isla, como ejemplo para todos aquellos que no depusieran las armas de inmediato. Pero la chispa ya estaba encendida y, al parecer, se precisaba derramar toda la sangre africana del lugar para poder apagarla.
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En medio de la confusión y el terror que desató la brutal represión instrumentada por los propietarios blancos, se alzó un nuevo líder que reemplazó al asesinado sacerdote vudú. Se llamaba François Dominique Toussaint L'Ouverture, aunque fue conocido también, primero por los suyos y luego por la Historia, como Toussaint Bréda o Toussaint Louverture. Se supone que nació aproximadamente en 1743, lo que implica que tenía 45 años cuando asistió a los horrores de la sublevación y a los de su represión. Esa edad era muy avanzada para un esclavo haitiano, dadas las condiciones de vida que les imponían sus amos, pero Toussaint tenía a favor de su supervivencia algunas condiciones notables: era inteligente, disciplinado, había sido educado por sus amos y por sí mismo, sabía leer y escribir en francés y en latín y la confianza de sus dueños lo había elevado de su inicial condición de cochero a la de administrador del ganado, la posición más alta alcanzada por un esclavo en toda la isla y algo ciertamente insólito para la época y sus costumbres. A escondidas de su amo, el discreto Toussaint había leído a fondo los escritos de Julio César, el mayor estratega militar de la Antigüedad, y posteriormente los escritos de Rousseau, Voltaire y los edictos de la Revolución Francesa que le negaba a los suyos la libertad, pero proclamaba a los cuatro vientos que todos los hombres nacían libres. Cuando la hacienda de sus amos fue atacada, el discreto y minucioso administrador de hacienda Toussaint L'Ouverture dejó de lado la pluma con la que llevada la cuenta de las vacas preñadas y las terneras nacidas y tomó las pistolas y el cuchillo, instrumentos más adecuados para sus nuevas actividades.
Mientras la cabeza del brujo Boukam era exhibida en Le Cap, el puerto y ciudad principal de la isla, L'Ouverture observó minuciosamente cómo los cabecillas de la insurrección, tras pelearse entre sí por la conducción de la revuelta, iban cediendo ante el miedo que les provocaba la feroz represión desatada por los ricos blancos. Cuando juzgó que era el momento conveniente (L'Ouverture era un hombre que sabía esperar) se puso a la cabeza de los aterrados insurrectos, infundiéndole nueva vida a la rebelión a la que todos, particularmente los propietarios, ya creían definitivamente derrotada. Sus razones no convencieron a los cabecillas anteriores, celosos de su propuesto liderazgo, pero sí a los miles de esclavos que seguían sosteniendo las armas. La solución se imponía: Toussaint L'Ouverture mandó ejecutar a los capitanes que se oponían a su propuesta, mandó a su familia a un refugio seguro y se aplicó concienzudamente a organizar un ejército disciplinado, seguro de sí mismo y, lo que era todavía más importante para sus planes, definitivamente convencido de que la única manera de asegurarse la libertad para ellos y su posteridad era barrer definitivamente a todos los blancos de Haití y declarar la independencia de una nueva nación. La revuelta se había convertido en una revolución. Ese mismo año, en Francia, los revolucionarios blancos también estaban en problemas: los partidarios de la monarquía se habían organizado y marchaban sobre los bastiones del nuevo régimen para acabar con ellos a sangre y fuego y restaurar el antiguo orden de las cosas.
Para el astuto y organizado Toussaint L'Ouverture estaba claro que había llegado el gran momento. Los blancos no habían podido acabar con la revuelta haitiana, pero iban a hacerlo tarde o temprano si no lograban los sublevados dar un gran golpe. Por otra parte, los esclavos alzados en armas pasaban hambre y privaciones en sus escondites rurales, de los que sólo salían para dar una guerra de guerrillas, de golpes eficaces pero aislados, a sus antiguos amos. Desde Francia enviaron entonces a un nuevo gobernador, inexperto en las cuestiones coloniales, que hizo embarcar a la mayoría de las tropas que la república mantenía en la isla para proteger los intereses de los propietarios, pese a la rugiente protesta de éstos, que avizoraron pronto los acontecimientos que iban a venir.
Y efectivamente, vinieron: diez mil sublevados, apenas la última goleta dejó el puerto de Le Cap llevándole tropas de refuerzo a la necesitada Francia, invadieron la capital isleña y barrieron en sangriento combate la resistencia de los blancos. Al frente de los victoriosos combatientes, Toussaint L'Ouverture dada órdenes y contraórdenes que eran disciplinadamente obedecidas, para el asombro de los dispersos y derrotados blancos, que jamás creyeron que sus negros podrían organizarse como un ejército regular.
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Toussaint L'Ouverture tomó el poder en la capital haitiana ataviado con un deslumbrante uniforme militar, que él mismo había diseñado. De este temprano revolucionario americano nos dejó un fascinante retrato –no exacto ni exento de una malintencionada ironía- el escritor cubano Alejo Carpentier, en su memorable novela “El Siglo de las Luces”.
Las noticias llegaron a Francia en el peor momento, mientras se combatía a los monárquicos con uñas y dientes. La reconquista de las colonias se dejó para después, habida cuenta de lo apurada de la hora, pero no por eso fue dejada de lado. Haití era la colonia más valiosa del Caribe y no era un buen negocio perderla. Lamentablemente para Francia, también otras potencias pensaban lo mismo. Un año después del triunfo en Le Cap de Toussaint L'Ouverture, mientras éste seguía organizando su ejército de hombres libres pues sabía muy bien que lo iba a necesitar, una flota británica que transportaba a más de 7.000 combatientes se aproximó a la isla, para tomarla “bajo la protección” de Su Graciosa Majestad. Y efectivamente, la tomó: se apoderó del puerto con la ayuda de los antiguos propietarios blancos. Comprendiendo que debía aliarse con su antigua enemiga, la Francia revolucionaria, para derrotar al enemigo extranjero, Toussaint L'Ouverture se puso del lado de París y batió no sólo a los ingleses y sus aliados locales, sino también a una segunda expedición, enviada por los españoles que ocupaban la otra mitad de la isla (la actual Santo Domingo), también ansiosos de “proteger” a la valiosa colonia francesa.
La idea de Toussaint L'Ouverture, después de decidirse por el lado francés de la batalla por la isla, era exigir no sólo la abolición definitiva de la esclavitud en ella, sino también la independencia.
En apuros, la Francia republicana se apresuró a decretar nominalmente la primera condición pedida por L'Ouverture, cuando los antiguos esclavos en realidad gozaban prácticamente de la libertad desde 1791, y manifestó que estudiaría las condiciones y cláusulas de la solicitud de independencia… dejando el asunto para más adelante.
En Haití, mientras tanto, los enfrentamientos continuaban. En 1800, al comenzar recién el siglo, la fuerza inicial de Toussaint L'Ouverture, de sólo 4.000 hombres, se había transformado en un ejército de casi 60.000, entrenado, disciplinado y provisto de arcabuces, pistolas y algunos cañoncitos robados por igual a franceses, españoles e ingleses. Ese año el ejército de hombres de color batió a los veteranos españoles en un sangriento combate. Francia prometió una vez más estudiar la cuestión de la independencia haitiana y halagó a Toussaint L'Ouverture con la promesa de reconocerlo como general de la República y gobernador de Haití, pero las cosas habían ido otra vez demasiado lejos.
En 1801, Haití declaró unilateralmente su independencia del Viejo Mundo, presentándose como la primera república de esclavos emancipados por su propia mano. En Francia el poder también había cambiado de dueño: Napoleón Bonaparte se había presentado primero como el salvador de la República en peligro y la suerte de las armas le había resultado absolutamente favorable. No sólo recuperó para Francia el control total de su territorio, batiendo a los realistas en todos los encuentros, sino que también había engrosado su extensión anexando porciones de los países circundantes. El resto de Europa iba a aliarse contra él y su proyecto de crear un imperio, con que el ambicioso y joven general quemó las naves: se hizo con el poder y no tardó en proclamarse emperador.
Entre otros destacados oficiales que ayudaron a Napoleón a concretar el primero de sus muchos sueños, figuraba –y en primera fila- un temerario y experimentado coronel, alto, moreno, de grandes ojos azules, que había ganado todos sus ascensos en el campo de batalla. No era otro que el futuro padre de nuestro escritor, que parecía ser una anticipada creación de su hijo. No sólo era extraordinariamente inteligente en la estrategia y la organización militar, también era valiente hasta la temeridad: en uno de los encuentros contra los partidarios de la restauración realista, viendo que sus tropas vacilaban ante la superioridad numérica del enemigo, Thomas Alexandre Dumas arremetió él solo contra todo el ejército realista, obligando a sus avergonzados soldados a lanzarse a la batalla, que luego de su insólito acto duró apenas veinte minutos y finalizó con una victoria aplastante de las armas republicanas. Posteriormente, ya bajo las órdenes de Napoleón, repitió su hazaña durante la campaña de Egipto, con idénticos resultados.
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El mismo Murat le comunicó la noticia a Bonaparte. Napoleón ascendió al bravo Dumas a general y desde entonces lo tuvo en la mayor estima. Para el conjunto del estado mayor napoleónico, en pocos años más el general Dumas iba a ser el primer mariscal mulato del ejército francés.
En noviembre de 1799, alegando necesidades impostergables de la nación en peligro, Bonaparte dio un golpe de estado y se convirtió en primer cónsul, lo que equivalía a tener la suma del poder público. En esas funciones recibió de América la poco grata noticia de que Haití había decidido por las suyas hacerse independiente de Francia. El primer cónsul Napoleón, mientras tanto, había anulado numerosas leyes revolucionarias, dictado otras y restaurado la esclavitud: las colonias eran posesiones demasiado valiosas para el imperio que iba a crear para sí mismo, como para que se desligaran así como así de sus ávidas manos.
Bonaparte estudió cuidadosamente el problema. Haití estaba lejos y los informes que le llegaban de la situación en la isla caribeña eran poco alentadores. Iba a tener que enfrentarse a un ejército bien armado y organizado, que llevaba una década de victorias luchando por su propia libertad y, al parecer, el hombre que lo comandaba no sólo gozaba de gran prestigio entre sus soldados, sino que estaba verdaderamente bien dotado como estratega y político. Era un hombre excepcional, no un negro cimarrón, como desdeñosamente lo llamaba la corte del primer cónsul. Se trataba de un hombre excepcional, y, concluyó el Gran Corso, la única forma de acabar con él era que otro hombre de igual o superior categoría lo enfrentara.
Bonaparte repasó la lista y las dotes de sus oficiales de mayor confianza y jerarquía. Entre ellos había hombres de gran valor y excepcionales cualidades militares, pero había uno que se destacaba, además, por conocer al dedillo las características y particularidades de Haití y sus habitantes. Un hombre que sabría interpretar a la perfección cada acontecimiento y conocería la mejor manera de aprovecharlo. Un hombre que, además, se sabía de memoria la geografía de la isla, de su interior y sus costas. Un general que, para colmo, era mulato como el hombre al que debía derrocar y engrillar, para traerlo vivo ante el primer cónsul, de ser ello posible.
Thomas Alexandre Dumas recibió de manos directas del Gran Corso la misión especial de asfixiar la flamante independencia de Haití, la isla de su infancia. La misión que le había confiado Napoleón despertó aun más celos entre el círculo de allegados al futuro emperador que todas las otras distinciones, condecoraciones y privilegios que el moreno general había recibido. Todos sabían que, tan pronto como Dumas barriera a sangre y fuego las pretensiones independientistas de los haitianos, el primer cónsul lo nombraría gobernador de la isla más rica del Caribe. Su futuro estaría asegurado, y cuando Napoleón se convirtiera en emperador, con la restauración de la aristocracia un alto título de nobleza caería sobre su ya enriquecido nombre. De marqués que era su padre, aquel mulato Dumas llegaría seguramente a duque del imperio o quizás, decían los más envidiosos a algo todavía más alto. Las hermanas de Napoleón eran varias. Con tales augurios, la noticia de que el general Dumas había contestado con una negativa al honor que le había conferido Napoleón cayó como una bomba en la corte consular. El rumor se transformó en certeza y todos coincidieron a considerarlo un loco. Solamente un demente podría rechazar esa única oportunidad que le daba el destino de volverse rico, poderoso e influyente de una sola vez. La reacción de Napoleón ante la negativa de su más apreciado general no fue de estupor, sino de furia. Dos aspectos principales distinguían el ánimo de Napoleón al momento de evaluar la conducta de sus hombres ante una orden suya: la imponente generosidad de sus recompensas por un trabajo bien hecho y la implacable sed de venganza ante lo que consideraba una infame traición en los pocos casos en que había sido desobedecido o su orden se había cumplido a medias.
Su primer impulso fue mandar fusilar esa misma tarde al desobediente Dumas: se cuenta que firmó y destruyó dos veces el mismo edicto conteniendo la orden de ejecución. Finalmente, ordenó darle la baja deshonrosa al rebelde, despojarlo de todos y cada uno de sus privilegios y bienes, y arrojarlo a la vida civil, anónima. El ex marqués y ex general Dumas, que iba ser el primer gobernador mulato de la isla de su infancia, iba a tener que enfrentar lo que le quedara de vida despojado de todos los honores e imposibilitado de ejercer el único oficio que conocía: pelear y matar.
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A su manera, prefiguró en su carne y sus huesos a los héroes morales que su hijo podría en papel muchos años más tarde. Como el Athos de Los Tres Mosqueteros, el degradado general Thomas Alexandre Dumas padeció en sus últimos años el dolor de haber hecho lo correcto, pero sin ningún vizconde de Bragelonne que consolara su primera vejez. Como Athos, el más crispado de los personajes de Alejandro Dumas, con la sola excepción del mismo conde de Montecristo, Thomas Alexandre Dumas resumió su vida en un solo momento, cuando eligió no acabar con la independencia de la república negra de Haití. También como Athos, conde de La Fére, se surmergió en la vorágine del alcohol sin lograr por ello eliminar el recuerdo de su pasada grandeza ni la desgracia de sus días presentes.
Pobre, deshonrado y envejecido, olvidado por sus antiguos camaradas de armas, alcohólico y anónimo, el que fue la gran promesa de la joven oficialidad napolénica se refugió en un pueblito de Aisne, al norte de París, Villers-Cotterëts. La venganza de Gran Corso lo había privado hasta de su pensión militar y sobrevivía malamente de una magra dádiva que le proporcionaba un familiar. Su padre, el marqués, había muerto sin querer saber más nada de él.
En Villers-Cotterëts una buena vecina del lugar –Marie-Louise Labouret- trató inútilmente de consolar al arruinado ex general, cuya salud era minada ya por varias enfermedades. Mientras tanto, la estrella de Napoleón no dejaba de brillar: cuando nació el primogénito del desgraciado Thomas Alexandre Dumas, Bonaparte ya había sido nombrado cónsul vitalicio, obtenido nuevas y deslumbrantes victorias, tanto políticas como militares y se había convertido en el hombre más temido dentro y fuera de Francia.
Nacido Alejandro Dumas, el 24 de julio de 1802 –el mismo día que otro grande de las letras francesas del siglo XIX, Víctor Hugo- no por eso la vida del antiguo general se iluminó; por el contrario, el nacimiento de su hijo deparó todavía mayor pobreza con una nueva boca que mantener. Amargado hasta las heces, apenas Alejandro Dumas pudo comprender sus palabras, Thomas Alexandre le hizo jurar que jamás tomaría la carrera de las armas.
En 1806, cuando el hombre que lo había encumbrado para luego destruirlo llevaba ya dos años en la condición de emperador de Francia, Thomas Alexandre Dumas murió, dejando a su hijo huérfano y a su viuda sumidos en la mayor pobreza y cargados de deudas contraídas por el difunto.
Los marqueses de la Pailleterie se hicieron cargo de las discretas exequias y tuvieron a bien sepultar al mísero ex general en la cripta familiar, pero se desligaron de toda responsabilidad respecto del joven Dumas y su madre.
Respecto del hombre que nunca se convirtió en el adversario militar y político del finado Thomas Alexandre, su fin no fue mejor que el del que declinó enfrentarlo. Tras la desobediencia del general Dumas, el vengativo Napoleón envió a Haití a su cuñado, el general Leclerc, al frente de un numeroso ejército, el mismo que venía de vencer en la campaña de Italia.
Sin embargo, la astucia de Napoleón le indicó a Leclerc no enfrentar directamente a L´Oberture y su milicia de 55.000 hombres. Obediente, Lecrerc invitó a Toussaint L´Oberture –a quien la prensa inglesa llamaba ya “El Espartaco Negro”- a negociar el reconocimiento de la independencia haitiana a bordo de la nave insignia de la flota francesa. Increíblemente, el ex cochero y hombre fuerte de la isla confió fatalmente en las argucias del enviado de Napoleón y en cuanto puso un pie en cubierta fue captura, engrillado y conducido al Viejo Mundo como trofeo de guerra. La saña de Napoleón confinó al desgraciado padre de la independencia haitiana en una helada celda de una prisión militar en los Alpes franceses, donde murió de frío y de hambre el 7 de abril de 1803.
Pero la revolución que él había acaudillado y que el padre de Alejandro Dumas había respetado no había sido derrotada. Los lugartenientes del desgraciado Toussaint L´Oberture, Jean-Jacques Dessalines y Henri Christophe, la continuaron pese a la ocupación y el terror desatado en la isla por las tropas de Leclerc. En 1804 derrotaron a los veteranos de Napoleón en batalla campal y obligaron al Estado francés a reconocer, por la razón y las armas, la independencia de Haití.
Dos hombres que jamás se conocieron, ambos mulatos, ambos dotados de fuertes principios, que eligieron la vía de las armas para alcanzarlos y que murieron en la mayor miseria, con apenas meses de diferencia, bien podrían haber sido los personajes principales de una de las tantas novelas del hijo de uno de ellos, que jamás la escribió. Aunque el sacrificio del marqués Thomas Alexandre de la Pailleterie, general de Napoleón, y el de Toussaint L´Oberture, ex cochero y comandante de hombres libres no fue en vano, nos queda el imaginar qué páginas hubiese logrado escribir el otro Dumas narrando el proceso de la independencia de una remota isla americana.
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Imágenes:Thomas Alexandre de la Pailleterie.
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