EpA!
Por Carlos Aprea
A los muchachos que aún osan recordar,
sobre sus propias heridas
y son fieles a la inocente valentía que cayó en Malvinas
Alrededor de la mesa familiar nos encontrábamos los cuatro hermanos y mi madre, atrapando entre sus manos un gastado delantal. Todos silenciosos y aún azorados frente al televisor, que inundaba el mediodía de sones triunfales de guerra. Entonces irrumpió el viejo, con esa convicción violenta, que impedía toda sombra sobre la hondura y honradez de sus sentimientos, pero también dejaba fuera toda posibilidad de duda, de sospecha, de pensar de otra manera.
-¡Por fin estos milicos hijos de puta hicieron algo bueno!- Vociferó, casi a los gritos, como cuando un referí vendido cobra penal para el lobo, tres minutos antes del silbato final, y nos salva de una derrota. Era difícil no contagiarse de esa alegría rabiosa, de esa descarga. Aún cuando en ese mismo instante, el discurso alucinado de un general en el balcón de la Rosada, nos ensombrecía el rostro y el mismo escalofrío de terror silenciaba a mis hermanos y a mí. Desde el barrio, siempre alejado de todo, veíamos a la multitud por la pantalla; el mar de banderas argentinas, los gritos de muchos, que se parecían al viejo, y el rictus sonriente del “sublime” borracho general. Me levanté en silencio, me fui al fondo de casa, prendiendo un cigarrillo, y no pude dejar de pensar en ese preciso lugar de la huerta, donde hacía unos años atrás, mamá quemó todos mis diarios y revistas políticas, urgida por el miedo y los chismes de las vecinas.
25 de mayo de 1982
Salimos callados de la improvisada sala de ensayos. Un frío garaje con entrada imperial, una de las tantas casitas de italianos del barrio de Los Hornos. Yo estaba contento, sin embargo. El ensayo había sido bueno. Hubo “química” entre el flaco y yo, el Bufón y el Rey, los protagónicos de una obra difícil, un gran desafío para un actor inexperto pero entusiasmado. Nos conocíamos poco con el tano, el había llegado de Italia, pocos meses atrás, donde resolvió su destino de director teatral, y nos contactamos en una clase común de entrenamiento corporal. Esta era una época de pocas palabras calientes y muchas miradas, todos buscábamos algo indecible y entre nosotros circulaba aún la invisible serpiente del miedo y su peor cría: la sospecha.
Caminamos hacia el colectivo, absortos en nosotros mismos. Hice algunos comentarios sobre las reiteradas modificaciones al texto, que el tano insistía en proponer, mientras caminábamos bajo un cielo nublado y ráfagas de viento helado.
Entonces el tano gritó, con la voz cortada por una emoción largamente masticada:
- ¡Qué mierda estamos haciendo acá, mientras esos pibes están cayendo como pajaritos!.
Permanecí callado unos cuantos metros, golpeado por esas palabras inesperadas. De pronto asomaba un tipo con su historia y sus dolores, y pisaba impunemente a la maldita serpiente.
– Hacemos teatro, hacemos lo que podemos hacer, para cuando vuelvan.- Dije, en vos alta, tratando también de convencerme, con mis propias palabras, que esa vida nuestra tenía algún sentido. Apenas lo lograba en esos días, cuando cada encuentro verdadero se parecía al hallazgo de una piedra preciosa.
El tano me miró, con una mezcla de rabia y derrota que yo no conocía en él y como surcando un cuchillo destemplado, tajeó el aire con sus ojos:
- ¿Cuántos volverán?,¿y cómo?, ¿a dónde, a qué país?-
No pretendía una respuesta. Yo no podía improvisar ninguna, comprendía entonces que el arte del actor no elude la verdad pero se nutre apenas de la verdad posible.
12 de junio de 1982
¿Porqué estaba allí, en la esquina del Camino Centenario y Arana? No alcanzo a recordar ahora. Necesitaba cigarrillos. Era media mañana. Tenía una campera azul oscuro, la barba crecida y desalineada, el pelo largo, lo recuerdo. Pero no sé qué carajo estaba haciendo ahí esa mañana. No tenía auto en esa época y era media mañana, supongo que sábado, porque de lo contrario hubiese estado trabajando. No lo sé. El caso es que crucé las calles en diagonal, desde la estación de servicio, directo al pequeño quiosco y pedí Particulares. No se porqué, pero no estaba de buen humor.
Me atiende un viejo, de una edad difícil de precisar ahora, tendría 55 o 60 años pero estaba medio arruinado, demasiados años en una oficina o en ese quiosquito destartalado.
-¿Y?,¿qué le parece?- me dice, mientras me entrega el vuelto- ¡Al final estos pendejos cagones perdieron...!-
Lo miré a los ojos, entre el vidrio partido de la ventanita por donde me atendía. Miré a los ojos de esa cara grasosa y gastada, vaya a saber por qué rutina o cuántos años de renuncia y cobardía. Por adentro, algo subió de mi, abrupto como un vómito, y le grité:
-¡Viejo hijo de puta!, ¿porqué no fuiste vos allá?, ¡porqué no te anotaste como voluntario y te cagabas bien de frío, antes de hablar pelotudeces!.¡Hijo de remil putas y la puta madre que te parió!-El pobre imbécil reculó, espantado, temeroso. Yo me fui. No se para dónde iba. Me fui temblando de rabia, de asco. Con ganas de pegarle a alguien, con ganas de encontrar refugio. Llorando. El cielo seguía nublado. No se para dónde iba. No se cómo me fui.
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Carlos Aprea nació en La Plata en 1955. Tiene dos libros de poemas publicados: La intemperie, 1999 (cuya versión completa editamos en POESÍA LA PLATA) y Abrigo, 2006. Más poemas: http://www.laintemperie.wordpress.com
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