La pequeña llama en el cuarto oscuro
Por Nicolás Magaril
(Colección Fénix, Ediciones del Copista, Córdoba, 2006)
Si hubiese que indicar un elemento frecuente en la poesía de Pablo Anadón diría el fuego -el proceso completo de la combustión, la transmutación en humo, la brasa, la incandescencia y la ceniza. Pero en vez del término fuego (que admite una cantidad inflamable relativamente grande) convendría usar la palabra llama, no sólo por aquel verso de Quevedo (Nadar sabe mi llama la agua fría) que, como indicó el autor, resuena, aunque desmentido, en el título de su primer plaqueta, Llama ahogada, sino porque sugiere un tipo de luz y de calor, es decir, una calidez, que conviene a las modulaciones, la musicalidad y los lugares donde se cumple a diario ese ciclo del tiempo y la materia. En la inmediatez, como el fósforo, en el minuto, como el cigarrillo y en las horas, como en el hogar a leña. Su último libro se abre y se cierra además con dos imágenes afines: la poesía es primero esa pequeña llama en el cuarto oscuro de la infancia y es, al fin, como una cálida lumbre que se apaga, según la escena recreada en “Interior invernal”.
Por Nicolás Magaril
(Colección Fénix, Ediciones del Copista, Córdoba, 2006)
Si hubiese que indicar un elemento frecuente en la poesía de Pablo Anadón diría el fuego -el proceso completo de la combustión, la transmutación en humo, la brasa, la incandescencia y la ceniza. Pero en vez del término fuego (que admite una cantidad inflamable relativamente grande) convendría usar la palabra llama, no sólo por aquel verso de Quevedo (Nadar sabe mi llama la agua fría) que, como indicó el autor, resuena, aunque desmentido, en el título de su primer plaqueta, Llama ahogada, sino porque sugiere un tipo de luz y de calor, es decir, una calidez, que conviene a las modulaciones, la musicalidad y los lugares donde se cumple a diario ese ciclo del tiempo y la materia. En la inmediatez, como el fósforo, en el minuto, como el cigarrillo y en las horas, como en el hogar a leña. Su último libro se abre y se cierra además con dos imágenes afines: la poesía es primero esa pequeña llama en el cuarto oscuro de la infancia y es, al fin, como una cálida lumbre que se apaga, según la escena recreada en “Interior invernal”.
También la telaraña, presente desde tempranas composiciones. Hay dos versos de Luis Cernuda que dejaron su huella en la atmósfera de muchos poemas: Telarañas cuelgan de la razón / en un paisaje de ceniza absorta... Reaparece ahora en el epígrafe de Lawrence Durrell con otro giro metafórico: aquella tela elaborada con la sustancia extraída de uno mismo, donde retener algo del significado de lo que se vive o al menos localizar su situación momentánea. Semejante a esa trampa volátil, tenue e indeleble, es también la palabra. Y el poema titulado precisamente “Telaraña”. El diseño equidistante y concéntrico pareciera en este caso una imagen de la percepción que se agudiza: después de una noche de lluvia la luz del día tintinea, dice, entre las hojas:
igual a una varilla transparente
sobre las teclas
de un xilofón de gotas.
Esa telaraña sensitiva define un punto vacío donde desalojar la razón y ausentarse de todo por un lapso que quisiera no tener fin:
Déjenme así, por siempre
sumido en esta música
en el centro irisado
de la inutilidad.
Se expresa allí un anhelo que veremos reaparecer con diversos matices. Nótese la proximidad entre los versos citados y el siguiente pasaje de “Regreso a Casa”:
Aquí me quedaría
para siempre,
en esta calle oscura
de tierra apisonada,
asomado al susurro del arroyo
que dice hora tras hora su secreto
como el otro, callado, de los astros
indescifrable para siempre.
Dicha voluntad se acentúa aún en otros poemas: más allá de la vecindad enigmática de lo natural sólo quedaría ensayar alguna forma de disolución subjetiva y decir el deseo de esfumarse simplemente porque sí, como en el poema “El fumador”. En varios pasajes del libro el humo crea cuadros hipnóticos, atrae juicios y ensoñaciones o pareciera reunir en su levedad todo cuanto impide la inercia y la compacidad. Hay un humo, entonces, que aligera y relativiza ante la mirada cierta “pesadumbre de la vida consciente”, que repite en su ingravidez lo que se sustrae al discurso, que se identifica con pensamientos destinados a extinguirse y otro o el mismo desde el cual mirar y nombrar el mundo:
Ansioso de existencia,
con mi pequeña luz, mi sorda
muerte, contemplo el día tras el humo
que va desde mi labio hacia las cosas
mejor que las palabras.
Otras veces se respira, como en el poema “Alegoría”, un humo negro, que impide ver las caras ni las manos. En este contexto, el sueño es un sitio intocado por la desilusión o la duda, pero su válvula se cierra y desde esa imposibilidad es que se manifiesta, enrareciendo la superficie del lenguaje y la vigilia, sin quebrarla. O es un bien invulnerable de la infancia, como en la pieza “Niña del unicornio de cristal”, entre otras donde aparece no la infancia, sino los niños. Y una situación recurrente: la del hombre velando el sueño de los otros, velando el misterio de la alteridad de lo más entrañable. La vida entonces se parece a un sueño, pero soñado por la muerte -es decir, es una hipótesis, soñado por la conciencia de nuestra finitud. Aunque esto debería ser examinado detenidamente, una de sus consecuencias sería un tipo de oscilación que recorre el libro entre el encanto y el extrañamiento, entre la fruición de lo real y cierta disonancia crítica, que no interfiere constantemente, pero que lo va minando todo. De esa doble sensación deviene el tono agridulce de algunos poemas; más agrio quizás conforme se hace explícita la experiencia histórica, más dulce conforme se ocupa de esas pocas cosas, sabidas y preciosas, como las referidas en el poema “Desayuno”. Con cruda ironía se resuelve esta tensión en el poema “El basural”:
Manida, melancólica verdad
de nuestras vidas y de nuestros
países, que no pueden
parir una criatura de belleza
si no es entre los muslos
de la materia muerta, putrefacta.
El fuego y sus derivados, la telaraña y el sueño, entonces, pero también el árbol. El solitario árbol de Liguria que sostiene la vastedad del cielo, el árbol del invierno donde la vida apenas dura, o aquel otro, herido, de los Alpes. He parafraseado árboles de viejos poemas. Menciono ahora “Las flores del lapacho”, y uno especialmente significativo: el álamo. En Llama ahogada, en Claroscuro terrestre y en la pieza “Unas hojas de álamo” incluida en El trabajo de las horas, regresa este árbol de la ribera, interrogante de lo que desaparece y sin embargo perdura. Las hojas del álamo, en este poema, son como envíos ambiguos de un pasado que se clausura, de un tiempo definido en el último verso tal vez con un eco lejano de otro verso de Cernuda: esa región donde ya nadie habita. Se toca allí una problemática crucial, distintamente formulada a lo largo de la obra, y que es una pregunta acuciante sobre lo perdido y sobre la palabra diferida que pueda restituir su sentido. Al trabajar esta última experiencia aún con la mayor serenidad posible, al decir de Robert Musil en otra frase que sirve de epígrafe general, la palabra vadea la parte más difícil y la mente es, como en el poema “Los nombres”, una terraza hacia el vacío. Suelen asomar estos versos por dicha terraza hacia el vacío, hacia esa región donde ya nadie habita.
Dos movimientos líricos correspondientes a sendas modalidades de la percepción, van alternando y combinando sus procedimientos. Uno tendiente a captar la sincronía, la apropiación inmediata del detalle o algo como la inminencia de lo que ya sucedió. Cierto afán de fijar la fracción de minuto según se lee en el poema “Recuadro”, que es asimismo un buen ejemplo de este tipo de escritura. Hay otros: el intercambio instantáneo de miradas con una paloma o la sensualidad de una mujer a través de la ventana de un bar o en un bazar. Incluiría esas secuencias repentinas, atisbadas al paso, como fragmentos detenidos de la multiplicidad y la simultaneidad: la fotografía en el bodegón de la avenida o aquella registrada desde la ventanilla de un colectivo en el intervalo de un semáforo: un niño que viene y va en su triciclo por el balcón de un quinto piso, se asoma a la baranda y le sonríe al pasajero. Es frecuente este tipo de epifanía urbana en El trabajo de las horas, desde la ventanilla, la vereda o la vidriera de un café a la calle. La digresión y el azar parecen favorecer tales epifanías tanto como la concentración y la necesidad. Hay otra situación, recreada en distintos entornos, que pone en juego estos cuatro elementos: el momento de la pausa en la lectura, el libro entreabierto y ese recreo cuando lo recién leído sobrevuela lo que el ojo observa o imagina; un plano como de disponibilidad suspensiva que nos acerca a la segunda modalidad. Ésta se complace en rezagar las impresiones, en consignar la estancia y la distribución de los objetos. La dicción se distiende en un cuidado prosaísmo para dar cabida a lo habitual, al reconocimiento de un orden íntimo. No se fija la fracción sino, en todo caso, su contorno. Sin embargo, se advierte siempre una inquietud, insinuada aún en la mera enunciación o interpretada abiertamente en el poema, como en la última estrofa de “Carta”:
Ya ves, nada en verdad que valga
la pena de contar en un poema,
salvo quizás un vago sentimiento
de gratitud por ese instante próximo
a la conciencia de existir.
Hay allí, a mi entender, una clave extensible a otros versos -ese vago sentimiento de gratitud por el instante próximo a la conciencia de existir. El remate del poema “La galería”, que desarrolla una similar prosodia descriptiva, también deriva el recuento moroso de lo visible hacia un registro de súbita intuición: el destino es poco más que eso, leemos: aprender a estar sólo con todo lo perdido. En esa línea destacaría finalmente el poema “Hostal Hispania”, en el cual una serie de hábitos se convierte en
metáfora de algo, de otra cosa
que no entiendo muy bien qué significa
en mi vida, pero es
pura presencia con su ausencia pura.
He mencionado sólo algunos motivos dispersos -agrego, para terminar, uno más: el pájaro. Si el destino se parecía a las hojas del álamo, juntadas y arrojadas por el camino como migas extraviadas, en la composición siguiente se parece al desconcierto de pájaros ciegos, extraviados. Subrayo la repetición del “extravío” como cualidad que comunica dos metáforas sucesivas y principalmente como contrapartida de la envidiable suficiencia del benteveo, que anda por el patio, según se dice, con aire / preciso de quien sabe a ciencia cierta / lo que busca... Ese benteveo, en una hipótesis ornitológica, sería primo hermano del chingolo muy sí señor de Lugones. Hay otros textos, como el titulado “El gato del vecino y el que escribe”, donde el mundo de los animales, su primitivo acuerdo con la tierra y el tiempo, le muestra al hombre el anverso de un antiguo desarreglo. De poema en poema, en la nota preliminar, en el patio, desde un arce o tras las tapias, se siente el silbo del benteveo. Y hay palomas y golondrinas. En uno de los poemas de Lo que trae y lleva el mar titulado “Los días son un pájaro oscuro” también la vida se asemeja a la de un pájaro ciego, casi enloquecido ahora en una especie de extravío pero ascendente, que sube en la amplitud vacía del cielo. Su ojo sangra, pero el pájaro (los días) sigue subiendo
hasta que una ala tiembla
y la tierra se ensancha en torbellino.
Metáfora del deseo, la ilusión de infintud y la comprobación abrupta de nuestra errática y terrenal naturaleza.
Nicolás Magaril nació en 1978 en la ciudad de Córdoba. Es Licenciado en Letras Modernas. Ha colaborado en las revistas "La Intemperie", "Fénix", "Hablar de Poesía" y "La Rana".
igual a una varilla transparente
sobre las teclas
de un xilofón de gotas.
Esa telaraña sensitiva define un punto vacío donde desalojar la razón y ausentarse de todo por un lapso que quisiera no tener fin:
Déjenme así, por siempre
sumido en esta música
en el centro irisado
de la inutilidad.
Se expresa allí un anhelo que veremos reaparecer con diversos matices. Nótese la proximidad entre los versos citados y el siguiente pasaje de “Regreso a Casa”:
Aquí me quedaría
para siempre,
en esta calle oscura
de tierra apisonada,
asomado al susurro del arroyo
que dice hora tras hora su secreto
como el otro, callado, de los astros
indescifrable para siempre.
Dicha voluntad se acentúa aún en otros poemas: más allá de la vecindad enigmática de lo natural sólo quedaría ensayar alguna forma de disolución subjetiva y decir el deseo de esfumarse simplemente porque sí, como en el poema “El fumador”. En varios pasajes del libro el humo crea cuadros hipnóticos, atrae juicios y ensoñaciones o pareciera reunir en su levedad todo cuanto impide la inercia y la compacidad. Hay un humo, entonces, que aligera y relativiza ante la mirada cierta “pesadumbre de la vida consciente”, que repite en su ingravidez lo que se sustrae al discurso, que se identifica con pensamientos destinados a extinguirse y otro o el mismo desde el cual mirar y nombrar el mundo:
Ansioso de existencia,
con mi pequeña luz, mi sorda
muerte, contemplo el día tras el humo
que va desde mi labio hacia las cosas
mejor que las palabras.
Otras veces se respira, como en el poema “Alegoría”, un humo negro, que impide ver las caras ni las manos. En este contexto, el sueño es un sitio intocado por la desilusión o la duda, pero su válvula se cierra y desde esa imposibilidad es que se manifiesta, enrareciendo la superficie del lenguaje y la vigilia, sin quebrarla. O es un bien invulnerable de la infancia, como en la pieza “Niña del unicornio de cristal”, entre otras donde aparece no la infancia, sino los niños. Y una situación recurrente: la del hombre velando el sueño de los otros, velando el misterio de la alteridad de lo más entrañable. La vida entonces se parece a un sueño, pero soñado por la muerte -es decir, es una hipótesis, soñado por la conciencia de nuestra finitud. Aunque esto debería ser examinado detenidamente, una de sus consecuencias sería un tipo de oscilación que recorre el libro entre el encanto y el extrañamiento, entre la fruición de lo real y cierta disonancia crítica, que no interfiere constantemente, pero que lo va minando todo. De esa doble sensación deviene el tono agridulce de algunos poemas; más agrio quizás conforme se hace explícita la experiencia histórica, más dulce conforme se ocupa de esas pocas cosas, sabidas y preciosas, como las referidas en el poema “Desayuno”. Con cruda ironía se resuelve esta tensión en el poema “El basural”:
Manida, melancólica verdad
de nuestras vidas y de nuestros
países, que no pueden
parir una criatura de belleza
si no es entre los muslos
de la materia muerta, putrefacta.
El fuego y sus derivados, la telaraña y el sueño, entonces, pero también el árbol. El solitario árbol de Liguria que sostiene la vastedad del cielo, el árbol del invierno donde la vida apenas dura, o aquel otro, herido, de los Alpes. He parafraseado árboles de viejos poemas. Menciono ahora “Las flores del lapacho”, y uno especialmente significativo: el álamo. En Llama ahogada, en Claroscuro terrestre y en la pieza “Unas hojas de álamo” incluida en El trabajo de las horas, regresa este árbol de la ribera, interrogante de lo que desaparece y sin embargo perdura. Las hojas del álamo, en este poema, son como envíos ambiguos de un pasado que se clausura, de un tiempo definido en el último verso tal vez con un eco lejano de otro verso de Cernuda: esa región donde ya nadie habita. Se toca allí una problemática crucial, distintamente formulada a lo largo de la obra, y que es una pregunta acuciante sobre lo perdido y sobre la palabra diferida que pueda restituir su sentido. Al trabajar esta última experiencia aún con la mayor serenidad posible, al decir de Robert Musil en otra frase que sirve de epígrafe general, la palabra vadea la parte más difícil y la mente es, como en el poema “Los nombres”, una terraza hacia el vacío. Suelen asomar estos versos por dicha terraza hacia el vacío, hacia esa región donde ya nadie habita.
Dos movimientos líricos correspondientes a sendas modalidades de la percepción, van alternando y combinando sus procedimientos. Uno tendiente a captar la sincronía, la apropiación inmediata del detalle o algo como la inminencia de lo que ya sucedió. Cierto afán de fijar la fracción de minuto según se lee en el poema “Recuadro”, que es asimismo un buen ejemplo de este tipo de escritura. Hay otros: el intercambio instantáneo de miradas con una paloma o la sensualidad de una mujer a través de la ventana de un bar o en un bazar. Incluiría esas secuencias repentinas, atisbadas al paso, como fragmentos detenidos de la multiplicidad y la simultaneidad: la fotografía en el bodegón de la avenida o aquella registrada desde la ventanilla de un colectivo en el intervalo de un semáforo: un niño que viene y va en su triciclo por el balcón de un quinto piso, se asoma a la baranda y le sonríe al pasajero. Es frecuente este tipo de epifanía urbana en El trabajo de las horas, desde la ventanilla, la vereda o la vidriera de un café a la calle. La digresión y el azar parecen favorecer tales epifanías tanto como la concentración y la necesidad. Hay otra situación, recreada en distintos entornos, que pone en juego estos cuatro elementos: el momento de la pausa en la lectura, el libro entreabierto y ese recreo cuando lo recién leído sobrevuela lo que el ojo observa o imagina; un plano como de disponibilidad suspensiva que nos acerca a la segunda modalidad. Ésta se complace en rezagar las impresiones, en consignar la estancia y la distribución de los objetos. La dicción se distiende en un cuidado prosaísmo para dar cabida a lo habitual, al reconocimiento de un orden íntimo. No se fija la fracción sino, en todo caso, su contorno. Sin embargo, se advierte siempre una inquietud, insinuada aún en la mera enunciación o interpretada abiertamente en el poema, como en la última estrofa de “Carta”:
Ya ves, nada en verdad que valga
la pena de contar en un poema,
salvo quizás un vago sentimiento
de gratitud por ese instante próximo
a la conciencia de existir.
Hay allí, a mi entender, una clave extensible a otros versos -ese vago sentimiento de gratitud por el instante próximo a la conciencia de existir. El remate del poema “La galería”, que desarrolla una similar prosodia descriptiva, también deriva el recuento moroso de lo visible hacia un registro de súbita intuición: el destino es poco más que eso, leemos: aprender a estar sólo con todo lo perdido. En esa línea destacaría finalmente el poema “Hostal Hispania”, en el cual una serie de hábitos se convierte en
metáfora de algo, de otra cosa
que no entiendo muy bien qué significa
en mi vida, pero es
pura presencia con su ausencia pura.
He mencionado sólo algunos motivos dispersos -agrego, para terminar, uno más: el pájaro. Si el destino se parecía a las hojas del álamo, juntadas y arrojadas por el camino como migas extraviadas, en la composición siguiente se parece al desconcierto de pájaros ciegos, extraviados. Subrayo la repetición del “extravío” como cualidad que comunica dos metáforas sucesivas y principalmente como contrapartida de la envidiable suficiencia del benteveo, que anda por el patio, según se dice, con aire / preciso de quien sabe a ciencia cierta / lo que busca... Ese benteveo, en una hipótesis ornitológica, sería primo hermano del chingolo muy sí señor de Lugones. Hay otros textos, como el titulado “El gato del vecino y el que escribe”, donde el mundo de los animales, su primitivo acuerdo con la tierra y el tiempo, le muestra al hombre el anverso de un antiguo desarreglo. De poema en poema, en la nota preliminar, en el patio, desde un arce o tras las tapias, se siente el silbo del benteveo. Y hay palomas y golondrinas. En uno de los poemas de Lo que trae y lleva el mar titulado “Los días son un pájaro oscuro” también la vida se asemeja a la de un pájaro ciego, casi enloquecido ahora en una especie de extravío pero ascendente, que sube en la amplitud vacía del cielo. Su ojo sangra, pero el pájaro (los días) sigue subiendo
hasta que una ala tiembla
y la tierra se ensancha en torbellino.
Metáfora del deseo, la ilusión de infintud y la comprobación abrupta de nuestra errática y terrenal naturaleza.
Nicolás Magaril nació en 1978 en la ciudad de Córdoba. Es Licenciado en Letras Modernas. Ha colaborado en las revistas "La Intemperie", "Fénix", "Hablar de Poesía" y "La Rana".
asombrosamente interesante
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