¿QUÉ SIGNIFICA ESCRIBIR UN POEMA?
Por Adrián Ferrero
EpA!
En principio diría que escribir un poema es poner en cuestión el uso
instrumental de la lengua. El uso cotidiano, alienado, atravesado por discursos
sociales como la publicidad, la propaganda e incluso la misma oralidad
contaminada por los discursos de poder. Porque la oralidad en la escritura,
esto es, la oralidad que la escritura pone en escena, es otra cosa. La oralidad
en la escritura, consiste en un uso particular de los signos y de la sintaxis,
consistente en un trabajo casi imposible. Esto es: pasar de un código a otro
(del oral al escrito) y crear una nueva clase de discurso. Es, en definitiva,
una clase de artificio que se elabora a partir de intervenir la lengua escrita
hasta darle una forma que consideramos guarda ecos de los que solemos escuchar y
decir. Pero es una construcción no una reproducción. Ese código escrito deviene
luego discurso literario porque ¿cómo transformamos la lengua en lengua
literaria? ¿tan solo escribiéndola? No lo creo. Porque escribimos y se escriben
documentos, artículos científicos en revistas académicas, otros en revistas de
espectáculos, afiches, noticia, entre otras formas discursivas.
De modo que el poema o la poesía (mejor) es un discurso social que
articula y desarticula la lengua. Estabiliza y desestabiliza la gramática,
conformando una totalidad (cada poema) que a su vez es una entidad que cobra
sentidos. Y he aquí el punto. El resto de los discursos sociales suelen
caracterizarse por ser unívocos. Por tener un solo sentido. Por admitir un
lectura por lo general bastante explícita, clara y nítida. Y solo una. El
poema, en cambio, admite, permite y hasta contiene primordialmente, diría yo,
lo que se ha dado en llamar “polisemia”. Es decir, la posibilidad de que un
texto promueva muchas lecturas. Que un mismo texto admite muchos recorridos,
muchos itinerarios. Un texto que pueda significar muchas cosas a la vez y que
todas sean igualmente aceptables. El poema es un tipo de texto que despierta a
los sentidos, además de despertar los sentidos.
Un poema no se define solamente por su distribución tipográfica en
versos en una carilla. Porque hay muy buena prosa poética (lo sabemos). De modo
que su forma no responde tan solo a estar integrado por unidades sintagmáticas breves
unas debajo de las otras, o conformando un conjunto distribuido de distintas
maneras (pienso en Apollinaire, que
realizaba forma circulares) hasta alcanzar una totalidad definitiva. El poema
es poema porque la sintaxis que organiza cada uno de sus versos rompe con el
uso de ese lenguaje instrumental al que ya me he referido. Desarma la forma
convencional (esto es, según una convención, a eso me refiero) a partir de la
cual construimos los géneros discursivos como la narración, la descripción,
entre otros. Y la buena poesía rompe, naturalmente, con los estereotipos y
clichés.
Y luego llega esa inmensa variedad de registros, tonos, recursos,
formas, figuras retóricas, a las que acuden los poetas (que incluso pueden
variar mucho de libro a libro o bien tener distintas etapas en sus vidas) y que
los va configurando como autores de una poética. Esa poética puede o no ser
homogénea. Pero también ese dinamismo dará cuenta de varias cosas. En primer
lugar de las tensiones en el seno de su poética. De aquello que lo inquieta que
por dentro desde el plano de lo ideológico. Por otro lado, de si un poeta
apuesta a la variedad de procedimientos y temas o bien apuesta a una coherencia
persistente. Si persiste hasta sus últimas consecuencias en una misma dirección
del trabajo poético. Si aspira a ir probando resultados diferentes a lo largo
del tiempo o bien si se inclina por insistir en ciertos abordajes y ciertas
aproximaciones al fenómeno poético que no someterá a variación. Si hay
tentativas en distintas direcciones ligadas a búsquedas. Esto no habla ni bien
ni mal de cada poeta, a mi modesto entender. Encontramos poetas que cuentan en su corpus con etapas en las que apostaron
a una cierta manera según la cual concibieron el acontecimiento poético. Y eso
fue realizado con excelencia. Y los ha habido con producciones igualmente
calificadas que han trabajado a partir de una única clase de procedimientos. En
el medio, naturalmente, nos hallamos con todos los matices.
Lo que sí resulta innegable es que el poema produce, como afirmaban los
críticos literarios llamados formalistas rusos, una sensación de
“extrañamiento”. El poeta trabaja su idioma de una determinada manera (y no de
otras) que consiste en “enrarecer” su uso
cotidiano. El lenguaje poético se experimenta a partir de una percepción
distinta de la del lenguaje habitual. Se lo siente como lenguaje prácticamente
ajeno a la lengua de uno. Y esta sensación es lo que ciertos teóricos como Gilles Deleuze han definido en términos
de que escribir literatura es “inventar una lengua extranjera dentro de una
lengua”. Como si uno escuchara hablar a un extranjero pero (he aquí el punto)
no en una lengua ajena sino en la propia. En la propia, enrarecida. Esta
sensación desconcierta no menos que hasta en los otros casos puede angustiar,
producir encantamiento, sugestión, sensualidad, emociones intensas vinculadas a
diferentes órdenes de la percepción de la existencia de un sujeto. De modo tal que
este es el punto en el que me gustaría poner el énfasis. “Inventar una lengua
extranjera dentro de una lengua” tal como afirma Deleuze, es la premisa según
la cual un gran poeta logra crear entonces otro universo significante con los
significantes y significados de su lengua. Por el otro, atravesar por una
experiencia estética según la cual desde lo sensorial (el sonido, la imagen, el
ritmo, la puntuación, la cadencia…) hasta el orden de lo intelectual ingresa en
una suerte de gran insurrección de los signos al punto de desmantelar y
desfamiliarizar toda percepción acostumbrada. El poeta entonces es quien ha
llegado para subvertir lo que estaba demasiado ordenado, demasiado mecanizado,
demasiado articulado. Un poeta destruye mecanismo arraigados a fondo en la
lengua. Incluso en la lengua literaria. Así, en estos términos, sus palabras se
vuelven transgresoras, cuestionadoras del orden imperante. A tal punto que
grandes poetas han llegado a cambiar puntos de vista y maneras de percibir el
mundo que gozaban de una credulidad notable en muchas personas. Los han hecho
revisar su concepción del mundo incluso. Este mérito del poema (porque en un
gran poeta lo es) considero que viene a traer aires nuevos a una sociedad como
la capitalista que se caracteriza por mercantilizarlo todo. Por constituirse en
un espacio de intercambio de bienes (también simbólicos, no solo materiales) en
el cual aspira hasta a hacer caer en su trampa al mismo poema. El poema debe
escapar a esa trampa. No dejarse atrapar para no devenir forma alienada. Forma
serial o forma repetida.
El poeta, si es un verdadero poeta, es de desear no se deje conquistar
por la fama fácil, la fatuidad y el narcisismo en el cual el sistema aspira a
convertirlo también a él en una figura productora de bienes simbólicos
incesante que pierda su capacidad de subvertir. Y a su poema en una figura
completamente fuera de todo carácter combativo. Es de desear en un poeta de
veras que, en cambio, persista, sin grandes gestos teatrales, en una posición
de insubordinación. Una posición según la cual sus discursos, los que él
produce, no se vuelvan también complacientes mercancías que dócilmente se
pliegan tanto al mercado del libro como a la adulación de los medios o bien de
la crítica sino que su poema esté en una constante ebullición. En efecto, la
palabra debe de modo permanente ser para dejar de ser. Ser para perder. En un
duelo en el que el poeta gane y pierda a la vez tanto lo que suele escribir, lo
que ha escrito, como lo que va a escribir a continuación. Quiero decir: la
escritura de un poeta no debería ser domesticada en el sentido de estilizarse
en forma devenida estereotipo. Debe, por el contrario, luchar contra todo
estereotipo. Luchar contra los lugares comunes que son los que primero se le
suelen presentar a un escritor (varón o mujer) cuando se sientan a escribir,
especialmente si no tienen aún demasiada experiencia. Debe estar atento a que
su poesía no se congele en una forma estable sino que sea libro a libro, poema
a poema cada vez más desafiante. Y también un poeta debe estar atento a que su
creación no se profesionalice como si se tratara de un trabajo meramente
burocrático sino un oficio artesanal, cuidadoso, reposado, complejo, en el que
cada nuevo poema será un ejercicio de investigación. En efecto, la poesía no
solo es escritura, creación, sino investigación creativa. Es un trabajo de
innovación a partir, como dije de lo que se ha realizado previamente, pero a
los efectos de no ser repetido. La idea es que se convierta en materia
renovada. En materia textual que tanto desde la densidad del peso de las
palabras. Desde la densidad de sus significados (punto crucial), desde la
densidad de sus sonidos y su musicalidad,
su organización visual construya significados y sentidos nuevos. Esto es: una innovación
incesante. Llamo “creación” a un objeto estético que ha nacido de modo inédito
pero no solo espontánea (a menos que hablemos de un genio). Sino de una materia
poética que ha sido trabajada en profundidad y hasta sus últimas consecuencias.
Que no existía y ahora sí pero también que existe de un cierto modo y no de
otro. Esto es: existe como un material irrepetible, irreemplazable y, por
último, un material que induce en el lector (varón o mujer) un efecto
determinado. Ese efecto ha sido debidamente calculado por el autor a su debido
tiempo. Durante el meditado proceso de génesis. Cada autor deberá tener en
cuenta a la hora de trazar la arquitectura de su poema no solo el efecto de
recepción que producirá (porque construirá un lector ideal determinado, más o
menos exigente según los casos, como afirma Wolfgang Iser) sino también tendrá que tener en cuenta, si es un
poeta culto y responsable, la relación que ese poema establece con la
tradición. Esto es: con la poesía que le precedió. Un poeta debe (e insisto en
este punto) conocer todo lo posible, todo lo que esté a su alcance de la poesía que le ha precedido
y también (si le es posible) de la que se está escribiendo en su presente
histórico. Ese poeta, entonces, construirá una poética que entablará lazos,
grietas, vínculos, con otros textos anteriores. Dialogará con los
contemporáneos. Esos coloquios que establezca resultan cruciales porque también
lo inscribirán a él en una determinada tradición (y no en otra u otras) que es
desear sea la que él ha elegido o la que más se parezca a la que él ha elegido.
Luego habrá, naturalmente, zonas de tradición que existen, con la que nuestra
poesía entra en conjunción o disyunción, ignorándolo nosotros. Pero eso está
por fuera de nuestros saberes y nuestro alcance. Por fuera de nuestro hacer. Y,
sobre todo, por fuera de nuestro reconocer.
El poema entonces es un dispositivo que nos extraña respecto del uso
instrumental de la lengua según su uso habitual en virtud de su composición. Es
un dispositivo que articula y desarticula la misma lengua conformando una determinada
poética. Y, finalmente, establece una infinita conversación implícita y
explícita con un pasado literario del cual solo conocemos una parte.
Corresponderá a lectores y, sobre todo, a ciertos críticos, si consideran que
nuestra poesía vale la pena ser interpelada, detectar esa zona prácticamente indiscernible
según la cual nuestro poema bajo la forma de una genealogía se desprende de
esas grandes figuras paradigmáticas y ejemplares. De las cuales todo tenemos
para aprender. Entre otras cosas la humildad que nos debe inspirar su
genialidad.
Adrián Ferrero (La Plata, 9 de noviembre de 1970)
Doctor en Letras. Poeta, narrador y ensayista
Fotos: Jmp. Archivo de la talita dorada